Antes de comenzar la disertación de hoy debo confesar que sufro de varias fobias incurables que en mi adultez se han acentuado, entre las más graves se encuentra una irremediable fobia a manejar un cualquier vehículo de motor, tanto así que creo ser uno de los pocos adultos mayores de cuarenta que no tiene licencia de conducir, como complemento y entre las cientos de contradicciones que pueblan mi psique también hay una moderada fobia a los desconocidos, especialmente acentuada con el transporte público que acá en Venezuela es insufrible , sin embargo en ese punto es difícil (para mi) saber si es que soy raro o es que los compatriotas son masoquistas pues entre las miles de incomodidades con las que uno se encuentra cuando aborda un autobús, tales como; ir empotrado en un pasillo donde difícilmente no tener roces en exceso con los vecinos, llegando incluso alguna vez el incómodo caso de tener mis partes nobles apacentadas en las de alguna desconocida mujer sin que pudiera hacer nada para remediarlo, también está como complemento del suplicio el gusto espantoso del chófer que gusta de compartir su abominable selección musical tanto con los pasajeros como con los vehículos que pasan al lado del transporte, la cosa que me hace dudar es que tengo la impresión de que a los demás pasajeros les gusta el escándalo mientras yo practico mi fuerza mental a ver si el estúpido traste se funde, eliminando un tormento, lo que se agradece como una molestia menos, pero por mucho que lo intente no me sale la telequinesis.
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Desde hace poco más de dos años he encontrado empleo en la capital del país por lo que parte del castigo se ha multiplicado pues toca pasar poco más de cuatro horas diarias (entre la ida y la vuelta) en el metro para llegar a mi trabajo, el “paseo” incluye 20 estaciones más una transferencia entre líneas. Hasta hace pocos años pensaba que los autobuses de rutas urbanas eran el único castigo infernal en este país y que con la natural resignación de quien no tiene más opción había podido minimizar su uso dando largas caminatas para trasladarme, pero ahora es no es posible, toca Metro.
A quienes viven en la provincia les parece que viajar en Metro es la cosa más cómoda del mundo, es que andar en un tren pareciera ser de lo más cosmopolita y cuando es parte de cualquier paseo turístico hasta se puede tener como una experiencia para contar a los demás allá en el pueblo, pero cuando es parte de tu cotidianidad ni siquiera lo nombras (a menos que tengas la obligación) para evitar el incordio de recordar el mal trago diario. Yo, que provengo de una ciudad de provincia donde la temperatura promedio es de 30° centígrados consideraba que no podría existir peor castigo que estar encerrado en un aparato de esos (un autobús) a la hora pico “disfrutando” del calor humano que sumado a la música ambiental a niveles de discoteca, la temperatura tropical y el natural estruendo de las calles, pero nunca llegué a imaginar que existe algo peor, como si lo hubiese pedido me toca vivir cuatro horas o más de lunes a viernes en el Metro de Caracas.
Digámoslo así, si Dante hubiese nacido en estos tiempos al comenzar su Divina Comedia donde el personaje principal se llamaría José Ramón (imposible esperar menos), ganaría menos de 10 dólares al mes y de seguro empezaría como un imposible reto ; para buscar a Beatriz y traerla de la muerte primero deberás ir a las puertas del Pandemonium , la mítica ciudad conocida como Caracas donde siempre es hora pico, donde se encuentra la estación “Plaza Venezuela” , una vez allí deberás tomar el primer vagón que te toque en suerte, seguramente no tendrá aire acondicionado ni puestos pero igual abordarás so pena de llegar a destiempo a tu destino, el camino durará varias horas y no tendrás sosiego ni calma pues las otras almas te comprimirán hasta sacarte el resuello, tampoco podrás respirar, no habrá ventilación y dos horas más tarde, si tienes la suerte de que no se vaya la electricidad a medio camino de cualquier estación en la oscuridad absoluta de un túnel infecto al cual no saldrás porque el conductor se negará a abrir las puertas sin atender razones no dar más explicaciones que asegurar que pronto recomenzarán el camino , lo que dirá por el tiempo necesario que va de los diez minutos a las tres horas , mientras para bajarte la neurosis coloca en los altavoces por enésima vez la misma pista musical que solo soportas las veinte primeras veces que la escuchas hasta llegar a odiar profundamente a los cantantes que hasta hacia poco admirabas como máximos exponentes del sentir vernáculo de tu país , todo aderezado con los peores aromas corporales que te puedas imaginar, eso solo si tienes suerte y nadie vomita debido a la intensa experiencia sensorial.
Sin embargo, el demonio en su eterna sabiduría quizás te otorgue el dudoso placer de viajar en un tren con aire acondicionado y pensarás que vas ganando, sin embargo hay toda una pléyade de agentes satánicos que harán tu viaje miserable, desde pastores evangélicos que te obligarán a escuchar una sarta de boberas salpicadas con dudosas citas bíblicas, vendedores de todo que vocean a grito pelado lo maravilloso de sus chupetas, caramelos , tortas o galletas que venden a precio de trufa piamontesa en efectivo y sin pataleo, locos de toda calaña divulgando su extraña sabiduría política sobre las maldades de un imposible imperio que hace una absurda guerra económica hasta un fulano que carga escondido en un bolso el equipo de sonido con música tropical de la más rancia estirpe salsera quien de paso no atiende peticiones para bajar el volumen que seguro trabaja para Belcebú pues es imposible que en pleno siglo XXI no sepa de la existencia de los audífonos, lo más impresionante es que muchos viajeros parecen (inexplicablemente) disfrutar el escándalo, que sumado a la música de ambiente que sale por los parlantes del tren logran el milagro del desdoblamiento temporal, haciendo que cada minuto tenga la misma duración que una hora entera por lo que las dos horas desde Plaza Venezuela hasta la estación de transferencia se sienten como un mes si lo comparas con el viaje en autobús de largo recorrido.
Luego de tal periplo, llegarás a la estación de transferencia y dirás, si este es el viaje al infierno, debo haber llegado ya, dándote cuenta no sin sorpresa que no te parecerá tan malo después de todo, pero al día siguiente volverás a repetir el viaje sólo para descubrir que vives allí y no tienes escapatoria, olvidarás buscar a Beatriz y solo rogarás porque aparezca la forma de escapar del Metro de Caracas, o como lo conocen quienes ya están resignados, el maldito-Metro.
Ahora en serio, es tan mala la experiencia que cuando viajas en autobús de Caracas hasta Los Teques sientes como si fueses en ruta ejecutiva, descubriendo que en realidad estas tan jodido que te parece todo un lujo andar en bus.
José Ramón Briceño, 2020
@jbdiwancomeback