Personas arriesgan sus vidas en medio de montañas y precipicios, cuidándose de animales salvajes, mafias y grupos criminales
CARACAS – El venezolano Jonatan Mogollón tardó un mes en cruzar Colombia y permaneció ocho días en la selva para llegar a Panamá. Su meta era alcanzar Estados Unidos, pero su sueño americano se desvaneció en el camino, en la selva del Darién. El miedo, la falta de dinero y el agotamiento lo hicieron cambiar de opinión.
Transcurrieron cuatro años para que Yonatan Mogollón intentara cumplir su sueño americano, que lo obligó a tomar la pantanosa y peligrosa selva del Darién, entre Colombia y Panamá. Salió de Venezuela en 2017 y se residenció inicialmente en Ecuador.
Doce meses después, debido a la inestabilidad económica y a los problemas para estar legal, se refugió en Perú, pero el triunfo de Pedro Castillo en la primera vuelta electoral, en abril, que se confirmaría en la segunda vuelta, en junio, lo hizo retomar su idea de irse a Estados Unidos. “Sentí miedo de repetir las experiencias vividas en mi país con un gobierno de izquierda, por eso escapé de nuevo”, confesó a El Pitazo el viernes 10 de septiembre.
Fue así como en mayo de 2021, Yonatan, de 39 años, se despidió de Perú y emprendió un viaje, vía terrestre, junto a su esposa y sus tres hijos -dos de 18 años y otro de 7-, pero el camino lo sorprendió, el corredor selvático y sus misterios lo espantaron, ver de cerca la muerte lo traumatizó y poner en riesgo la vida de su familia lo hizo reflexionar.
Esta fue su travesía por el Darién, el tupido trayecto donde 2000 personas por día -según las autoridades panameñas- arriesgan sus vidas en medio de montañas y precipicios, cuidándose de animales salvajes, mafias y grupos criminales que asedian a los migrantes.
Un mes cruzando Colombia
El 8 de mayo, Yonatan cruzó la frontera entre Perú y Colombia con pocos ahorros. Para esas fechas había protestas en Colombia en contra del gobierno del presidente Iván Duque, así que el viaje los agotó. No había transporte y caminaron tanto que su hija mayor decidió regresar.
Yonatan y su familia, oriundos de Ocumare del Tuy, en el venezolano estado de Miranda, tardaron un mes en atravesar Colombia. Recorrieron Ipiales, Cali, Medellín y Necoclí. “De Medellín a Necoclí un camionero nos dio la cola, pero cuando llegamos a la ciudad de Tuluá había barricadas y los manifestantes, la mayoría armados, secuestraron al chofer del camión. A nosotros nos dejaron ir. Ese fue el primer susto de este viaje”, recordó.
La noche del 1 de junio, la familia llegó a Necoclí. Hacía frío y el miedo se abría espacio, pero la ilusión de una mejor vida cerraba las brechas. Al día siguiente, Yonatan compró cuatro pasajes, en lancha, hasta Capurganá, pueblo cercano a la frontera con Panamá. Por cada uno pagó 80 dólares.
Mientras esperaba para embarcar abrió las dos latas de atún que quedaban en su bolso. Nunca había saboreado tanto esa proteína como aquel 2 de junio. Estaba a punto de cruzar las 575 000 hectáreas entre Colombia y Panamá, donde quedaron las huellas de al menos 65 000 migrantes, desde enero hasta agosto de 2021, según cifras de Migración Panamá. “No tenía ni idea de que era el infierno, por eso lo hice”, confesó.
Haitianos, africanos, cubanos y muy pocos venezolanos se montaron en la lancha. La diferencia de idiomas limitaba la comunicación, pero Yonatan quería hacer amigos, porque sería más fácil cruzar la jungla que atraviesan a diario entre 500 y 600 personas que escapan de sus países de origen. En la embarcación les advirtieron que al llegar a Capurganá cada pasajero debía pagar 20 dólares.
Ya en Capurganá, unos hombres que Yonatan asegura eran guerrilleros, los obligaron a montarse, gratis, en mototaxis. El negocio estaba en que los llevarían hasta una casa donde debían acordar su paso por la selva acompañados de guías.
“Pagué 200 dólares por la familia. No fue tanto porque demostré que era venezolano, pero a los cubanos les cobraron 120 por persona y a los haitianos y africanos entre 150 y 200. En este lugar compré comida para adentrarnos en el bosque”, recordó Mogollón.
Rumbo a lo desconocido: la selva
Día 1
Eran las 2:00 PM del mismo 2 de junio. “El que se quede atrás, se pierde, no esperamos a nadie”, advirtió el guía al grupo -unas 100 personas- mientras un vallenato se escuchaba al fondo. Yonatan miraba a sus hijos, al tiempo que posaba su dedo pulgar en la frente para hacer la señal de la cruz. Tomó de la mano al más pequeño y su esposa se encargó del mayor. Así comenzó la caminata por la selva que hoy recuerda como una pesadilla.
“Subimos una montaña llena de fango en cuatro horas. A muchas personas, con niños, les costaba remontar la cuesta, las gotas de sudor corrían por sus rostros. Los guías les cobraban 20 dólares por ayudarlas. Atrás se quedó una pareja de cubanos. Eran mayores. Nunca más supe de ellos. Ese primer día llegamos a un campamento improvisado y nos quedamos en una carpa, empantanados”.
Día 2
A las 5:00 AM del 3 de junio el grupo estaba listo para seguir. En el trayecto no hubo tiempo para comer. Al llegar a la frontera con Panamá, el guía les informó que hasta ese lugar los acompañaba. “Me sentí engañado y estafado. Aún nos faltaban dos días para llegar al principal campamento en Bajo Chiquito, así que ahora las marcas en los árboles eran nuestras guías. En plena montaña, de espeso y complejo bosque, continuamos cruzando ríos. A las 6:00 PM decidimos descansar, con la esperanza de que nos faltaba poco. Comenzaba a hacerse rutina armar la carpa, buscar leña, cocinar y apoyarnos”.
Día 3
El 4 de junio, a las 6:00 AM, el grupo continuó monte adentro. “Recuerdo que mi hijo pequeño se bañaba en cada río. Era ajeno a lo que ocurría. Ese día tampoco salimos de la selva y pasamos un susto cuando nos tocó dormir a orillas de un río que se enfureció en la madrugada. Afortunadamente nos dio tiempo de refugiarnos”.
Día 4
A las 11:00 AM del día siguiente, Yonatan, su familia y sus amigos, con rostros desconsolados, llegaron a la llamada montaña de la muerte. Trasnochados y fatigados decidieron subir. Fueron siete horas lidiando con la lluvia. En vez de caminar patinaban en el barro. “Muchos dejaron los bolsos con comida, porque no aguantaban el peso. Los niños lloraban por el cansancio. Era aterrador pasar al filo de los despeñaderos. Cuando logramos llegar a una loma, ya era de noche. Tenía fiebre. El frío era implacable y no paraba de llover. Fue una noche larga”.
Día 5
Confiados en que ese mismo día llegarían al primer campamento oficial, los migrantes dejaron parte de sus cosas. “El grupo se había dividido. Unos salieron más temprano, sin sospechar que comenzaba el camino más inhóspito. Empezamos a descender de la montaña y nos encontramos un cadáver. Fue un impacto fuerte, todo quedó en silencio. Coloqué mi mano sobre el rostro de mi hijo para ocultar esa escena. Unos metros más adelante nos tropezamos con una cruz de palo sobre una tumba. Esa noche acampamos de nuevo a orillas del río, entre los ruidos secretos de la selva, la impaciencia de los niños y la incertidumbre de los días por venir”, contó.
Día 6
Sobrevivencia. Así describe Yonatan su sexto día en la selva. “Cocinamos antes de empezar a caminar. Abrimos un hoyo en la tierra y en una lata echamos alcohol, cortamos trozos de gomas de unos zapatos e hicimos un fogón, ya que la leña estaba mojada”.
Mujeres y niños tenían los pies hinchados, con llagas que sangraban. El hijo mayor de Yonatan era uno de ellos. Caminar era un sacrificio, pero aun así continuaron bordeando el río, con sus piedras afiladas y sus estrechos ramales.
“En ese trayecto nos interceptaron dos hombres armados y nos robaron. Aunque nosotros éramos más, el cansancio nos impidió reaccionar. Teníamos hambre y solo el agua del río nos mantenía hidratados”.
Ese día, el grupo se topó con una señora en una carpa. Tenía cuatro días esperando un rescate, con una pierna fracturada. “No pudimos ayudarla, más allá de darle un calmante. Un kilómetro más adelante estaba otra con los pies tan hinchados que no podía caminar y así nos fuimos tropezando con historias de mujeres violadas, tumbas y al menos 16 cuerpos descompuestos. La selva parecía un cementerio”.
Día 7
Al cumplir una semana en la selva, Yonatan pensó que estaban perdidos. Les habían dicho que la cruzarían en cuatro días. Para entonces en el grupo quedaban 30 personas. Un cadáver atascado entre piedras en las aguas de un río es otra escena que el migrante venezolano mantiene fresca en su memoria.
“Mis amigos cubanos se quedaron rezagados ese día. Estaban mal de salud. Los dejamos en el camino. Era decidir entre vivir o morir en el Darién. Fue muy triste y duele recordarlo”.
Día 8
Salir con vida fue el objetivo que se trazó el grupo, ya de 10 personas, el octavo día en la selva. Cocinaron el último paquete de sopa con fideos y con algo en el estómago comenzaron la marcha. El camino era más transitable y, en medio de la nada, avistaron a unos panameños en curiaras. Fue el momento más feliz del viaje. Así lo califica Yonatan.
“Nos cobraron 20 dólares por persona para llevarnos hasta el primer campamento oficial en Bajo Chiquito. El Ejército nos recibió y Migración Panamá nos registró. Las lágrimas cubrieron los rostros de mi esposa y mi hijo mayor, como lo hizo la lluvia las tantas veces que nos sorprendió en el camino. Se sentían a salvo”.
El precio que cancelaron para pernoctar en una choza fue cinco dólares, mientras los incluían en una lista que les permitiría trasladarse hasta el campamento número 2, en San Vicente, por otros 25. Eso ocurrió al día siguiente. “Cuando nos montábamos en las curiaras, llegó uno de los cubanos que viajó con nosotros. Vino por ayuda, había dejado a su esposa desmayada. Le cobraron 700 dólares para ir a rescatarla. No supimos más de él”.
En el segundo campamento, las cosas fueron más estrictas. Yonatan recuerda que había carpas grandes, bajo la protección de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Solo les permitieron entrar con la ropa y los teléfonos. Les dieron comida, mientras se montaban en un autobús hasta un tercer campamento, cerca de la frontera con Costa Rica. El costo: 80 dólares por persona.
“Mi intención era ir a Estados Unidos, pero por motivos económicos y de seguridad decidimos, en familia, no avanzar más. Llegué a Costa Rica y pedí refugio. Actualmente trabajo conduciendo para Uber, en bicicleta, junto a mi hijo mayor. El menor está estudiando y mi esposa hace cursos para aprender un oficio con apoyo de Fundamujer. Gracias a Dios estamos vivos y prometí que nunca más arriesgaré a mi familia”.
La organización médica y humanitaria internacional Médicos Sin Fronteras (MSF) ha recogido testimonios de personas que han sido víctimas de violencia, robos, falta de comida y agua y abuso sexual. Esta situación los motivó a iniciar actividades en una comunidad de llegada de migrantes y dos Estaciones de Recepción Migratoria (ERM) en el Darién, donde ofrecen servicios médicos básicos y atención en salud mental, según destaca una nota de prensa en su página web.
“El sufrimiento que estamos viendo en nuestros pacientes por el viaje que hacen es enorme. Muchos de ellos llevan semanas o meses de camino y atravesar el Darién es duro, por la travesía difícil y larga”, explicó Raúl López, coordinador de terreno.
Este artículo se publicó originalmente en El Pitazo.